Fecha: 2019-03-28 03:23:48


RODOLFO WASH: LAS VERSIONES DEL ESTADO


Es sabido: pocos escritores llevaron a una tensión tan alta la relación entre política y poética como Rodolfo Walsh. Si bien esa tensión se va exasperando, hasta la radicalización más extrema, no menos cierto es que hubo varias pistas.

Por Adrián Ferrero*

Imagen: Mariano Mancuso

Es sabido: pocos escritores llevaron a una tensión tan alta la relación entre política y poética como Rodolfo Walsh. Si bien esa tensión se va exasperando, hasta la radicalización más extrema, no menos cierto es que hubo varias pistas. Una de ellas fue la relación entre delito y literatura presente en su obra no solamente en sus cuentos policiales. Hubo procesos, progresos y, por lo tanto, etapas.

Todo delito constituye una transgresión a una ley (ética y luego tipificada según un código penal) y es, o debería ser, sancionado por el poder judicial. Pero cuando es el propio Estado el que deviene criminal, cuando nos referimos a delitos de responsabilidad oficial, sólo resta que la escritura sea llevada hasta su punto más alto: la denuncia. Es decir: la palabra en su zona exasperada. Escribir, en tanto que práctica social significante, planteada en ciertos términos, es una forma de la acción tan eficaz como concreta. Pero daría un paso más allá: peligrosa.

Si toda ficción narra (lateral o abiertamente) versiones del Estado, la de Walsh se va tornando, en un determinado punto, una evolución sin retorno.

Desde su Antología de cuento extraño (1956), que conoce distintas ediciones y que constituyó una potente intervención en el campo intelectual argentino, Walsh ya dibuja un territorio singular del que irá –es cierto- tomando distancia pero que dejará una impronta, tanto en ese campo intelectual argentino como en su poética. Esa huella se pondrá de manifiesto en el carácter con que contempla la ficción. En el caso del cuento extraño: un carácter según el cual solicita a la literatura que no se ajuste al realismo, en primer lugar. Y, por el otro, produzca un efecto de extrañamiento de orden vacilante respecto del orden de lo real. Si reparamos en el listado de nombres de esa antología, a los previsibles de Ambroce Bierce o Edgar Allan Poe se suman los inesperados de Silvina Ocampo, Borges y Adolfo Bioy Casares. Esto denota un pluralismo por parte de Walsh. Una grandeza que, más allá o más acá de comulgar con principios ideológicos que (lo sabemos), lo conducirían a su misma muerte, hicieron que privilegiara al excelencia literaria por encima del afán faccioso o ideología de clase. También de poéticas. Estos creadores patricios eran sin embargo notables exponentes del cuento extraño a sus ojos. Motivo por el cual no podía excluirlos del inventario del corpus de nuestra literatura nacional en esta categoría. Como tampoco lo hizo con Leopoldo Lugones.

Algunas de estas circunstancias muestran a un Walsh plástico como renovador de encarar un proyecto creador. Una escritura que jamás interrumpió su fluido dinamismo y tampoco retrocedió de sus premisas ni de sus convicciones ideológicas, al mismo tiempo. La exploración con y en el lenguaje, en los géneros, en su forma de concebir la ficción es fundamentalmente crítica en el sentido de que jamás acepta la hegemónica sino que va siempre tras nuevas formas. Es definitivamente un inconformista.

Su teatro, un corpus más insular si se quiere y menos conocido dentro del conjunto de su obra, es innegablemente “de texto”, esto es, un teatro más “conversado”, más discursivo que de una acción dramática dinámica. Pero al mismo tiempo conoce de la exploración de, en especial, la segunda mitad de los ’60 en la cultura argentina y no deja de constituir igualmente una producción que nuevamente evidencia relatos del Estado. Se titulan “La granada” y “La batalla” y ambas datan de 1965. Son el emergente –nuevamente- de sus cavilaciones en torno de la vinculación entre literatura e ideología y abordan las arbitrariedades y los atropellos de la corporación militar desde sus jerarquías más altas hacia sus subordinados o bien los delirios megalómanos de los dictadores contra la legalidad republicana.

Traductor (no sólo de cuentos extraños, como vimos) sino de policiales negros, una vez más se advierte allí, naturalmente de modo muy distinto, la figura del delito. Esta vez en una vertiente del género policial que, como ha sido ampliamente señalado en los estudios consagrados al género, subraya una relación crispada entre delito y capitalismo. Entre realismo sucio, crimen económico y, más que asesinatos en ambientes cerrados de la alta burguesía o la aristocracia, en plena marginalidad de las calles salvajes. También se trata de un territorio ficcional violento. Hablaría para ser exacto aquí, de un Walsh lector que reescribe, traduciendo, un relato del cual se apodera y que, por lo tanto, también merced a la traducción le permite profundizar “desde adentro” (esto es: desde legibilidad que permite la traducción y el estilo singular) en la índole de un sistema inequitativo ante el cual los argumentos de la ficción traducidos a través tramas agresivas con personajes perpetran transgresiones. La figura del detective suele ser reemplazada, como se recordará en estos casos, por la del investigador privado.

Por otra, su cuento “Esa mujer”, contenido en el libro Los oficios terrestres (1965), constituye un hito en el que la ficción aborda (y desborda), la profanación de un cuerpo público: el de una la figura femenina emblemática de la política en nuestro país. Para calificar el cadáver de “esa mujer” se utilizan términos superlativos: “virgen”, “diosa”, “reina”. Y Walsh acude en lo esencial al universo semántico de lo místico y nuevamente de la exasperación. De modo que hay aquí un cruce entre ficción, Historia y religión, porque el cadáver de “esa mujer”, al igual que ha sucedido con otros que han sido objeto de adoración, ante todo, ha sido objeto de veneración pero también de vejación y maltrato. Incluso se le coloca un “cinturón franciscano”. Y, para reforzar esta hipótesis de lectura, “el coronel” cachetea a un subordinado cuando éste se desmaya impresionado durante el operativo con el cadáver y le dice: “acordate de San Pedro cuando mataron a Cristo”. Si Walsh considera este cadáver como objeto de culto, su humillación resulta casi natural, dato por excelencia en la cosmovisión cristiana. Simultáneamente, hay una erotización de ese cuerpo político, que induce a todo tipo de abusos, pero también de mutilaciones. De modo que junto con este cuento (y este cuerpo) paradigmático y la violación de un soma estatal, una nueva versión del Estado es la que se estabiliza: la de un Estado afrentado. Para el caso de una mujer está tipificado el delito de abuso o violación. Y hay un dato que informa de un atributo esencial de “esa mujer”: se la entierra parada porque “es un macho”. Esto es: no sólo se la erotiza sino que se le asigna el género opuesto. El coronel dirá, finalmente: “esa mujer es mía”, indicando o bien el enamoramiento mortuorio o bien la necesidad de mantenerlo en el orden del secreto y sustraerla a la mirada pública. Sujeto de pasiones, no caben dudas, “esa mujer” es productora tanto de fascinación como de repudio por parte de la institución castrense.

Llegamos a la impetuosa e indetenible trilogía de revisión de la ficción y su vínculo con el orden de acontecimientos de existencia constatable, así como su relación con la justicia: sus textos de no ficción. Cavilaciones que, convengamos, no son repentinas en Walsh y en las cuales la práctica del periodismo (primero cultural con orientación literaria, luego insinuándose hasta llegar a lo abiertamente político) sin lugar a dudas también fue crucial. Ese corpus de orden precursor (anterior a In cold blood o A sangre fría, de Truman Capote, que data de 1966) lo será para la literatura. Si tenemos en cuenta que el paradigmático Operación masacre fue editado en 1957, podemos advertir a un Walsh que hace punta en cuanto a la búsqueda de nuevas formas, nuevos lenguajes pero de una manera que se articula siempre con su evolución ideológica que, por un lado, es fiel a sí misma. Pero, por el otro, en el orden de la literatura se pone de manifiesto según un orden fluido que afecta a ese discurso desde la renovación..

Por último, el capítulo de las pérdidas más entrañables y sus momentos finales. Me refiero al momento de la difusión de la “Carta abierta de un escritor a la junta militar”. Ese instante acaso fugaz pero al mismo tiempo dramático en el que el lenguaje se desliteraturaliza por completo porque de modo tan inexorable como éticamente imprescindible para las ideas de Walsh pero también de compromiso afectivo con su familia eliminada resultaba imprescindible que así sucediera. El lenguaje se torna absolutamente referencial. La dimensión ficcional se diluye por completo hasta quedar Walsh por fuera de ella sin perder, sin embargo, un ápice de sus infinita riqueza retórica y de sus resonancias semánticas y significantes.

Como conclusión, podríamos decir que de un internado en el que Walsh adquiere la destreza de la lengua inglesa (capital simbólico crucial para prácticas culturales ulteriores), el periodismo, el cuento extraño, sus cuentos policiales de ambientación burguesa, otros de naturaleza más experimental, su teatro político, la bisagra que cumple el cuento “Esa mujer”, sus obras de no ficción hasta la “Carta…“ el relato del Estado existe y resulta impetuoso y de cada relato podemos inferir una versión del mismo. En ellos el Estado suele manifestarse respecto de sus deberes. De la ley social y de los códigos. Hasta usurpar el Estado de derecho mediante un régimen de facto, eliminar y perseguir a buena parte de sus ciudadanos. Hasta, finalmente, liquidar al propio autor de la obra que lo había narrado con las palabras más perfectas.

Marzo 2019

* Adrián Ferrero nació en La Plata en 1970. Es escritor, crítico literario, periodista cultural y Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Publicó libros de narrativa, poesía, entrevistas e investigación.

Fuente: www.elortiba.org